El cantautor Elton John gritó “¡robo!” cuando se enteró de que su obra había sido utilizada para entrenar inteligencia artificial. Como él, músicos, escritores y artistas denunciaron que su propiedad intelectual era saqueada por sistemas que no les pidieron permiso ni pagaron un centavo. Pero lo que nadie dice —y eso es lo verdaderamente revelador— es que todo esto se sabía desde hace años. Nadie puede alegar sorpresa. Hace más de una década se anuncia el avance de la inteligencia artificial, y por lo menos desde mediados de los 2010 se sabe con precisión cómo se entrenan los modelos de lenguaje: a partir de grandes volúmenes de datos públicos. No fue un secreto ni un engaño. Fue evidente. Entonces, ¿por qué no dijeron nada antes? ¿Por qué no alzaron la voz cuando todavía se podía discutir la arquitectura del sistema o el modelo de entrenamiento? Porque si lo hacían antes, no había plata. Porque no era negocio. Así, dejaron que se desarrollara toda la tecnología, y ahora reclaman un cheque. La estrategia es transparente: dejar que la ola crezca, y cuando ya no hay forma de pararla, exigir peaje.
El problema no es que el derecho de autor se haya deformado: el problema es que haya existido. Es un error conceptual, un invento espurio nacido de una mala imitación del sistema de patentes. Las patentes tienen sentido: son rigurosas, exigen novedad, aplicación concreta, utilidad comprobable. Resuelven problemas reales. El copyright, en cambio, se otorga por defecto, sin control, sin exigencia técnica, sin necesidad de utilidad alguna. Se protege todo, incluso lo irrelevante, lo trivial o lo repetido. Es una ficción legal creada para proteger intereses privados a costa del colectivo. El sistema fue diseñado para beneficiar a unos pocos, no para promover el progreso. Y ahora, para colmo, se convierte en un pretexto para extorsionar a quienes sí producen algo nuevo. Los ladrones no son los modelos de lenguaje. Son ellos, los que se apropiaron de una protección que no les correspondía. Se equivocaron y ahora se desesperan por no haber previsto lo que era obvio.
¿De qué estamos hablando? ¿Alguien se lleva la música de Elton John para venderla como propia? No, se la usa como parte de un proceso de aprendizaje, como quien lee un libro y lo incorpora. Eso es fair use, no es robo. El sistema no toca el archivo original, no lo vende, no lo redistribuye. Lo analiza, lo entiende y lo deja atrás. No se cobra por cada lectura de un poema ni por cada vez que alguien canta Feliz Cumpleaños. Y sin embargo, estos artistas quieren cobrar por cada átomo de exposición.
Debo aclarar que soy artista, gané el Premio del Salón Nacional de Artes Visuales en 2008, el premio más prestigioso de la Argentina, entre otros logros. Sé lo que es que te copien porque me ha pasado. Y no me importa, porque si tu obra tiene valor, lo seguirá teniendo. Y si no, perseguir a los que te imitan es una confesión de debilidad. Nadie puede apropiarse de lo que sos. Y si lo logran, es porque no eras tan original como creías. Yo no hablo sólo de otros: hablo de mí también. Este sistema me podría beneficiar, pero me resulta injusto. El copyright no es una garantía para el creador: es una trampa legal para controlar lo incontrolable. Y ahora algunos quieren usarlo para frenar el desarrollo de una tecnología que no entienden, pero que los dejó atrás. De ahora en más, los artistas solo seremos curiosidades históricas. Ya era hora.
Las cosas como son
Mookie Tenembaum aborda temas de tecnología como este todas las semanas junto a Claudio Zuchovicki en su podcast La Inteligencia Artificial, Perspectivas Financieras, disponible en Spotify, Apple, YouTube y todas las plataformas.