“Tuve que fingirle a mi madre lo alegre que estaba por abrazarla”, con estas palabras cargadas de emoción describe Carlos León Acosta el sentimiento que lo embargó cuando aterrizó en Miami, tras ser liberado de las cárceles castristas, después de sufrir torturas de máximo nivel, simulacros de fusilamiento, y, sobre todo, por no haber podido liberar a su patria.
El niño que fue Carlos León, en Marianao, tuvo una posición de privilegio, y ese heroísmo del que reniega o trata de distanciarse le viene de casta: su bisabuelo fue Baldomero Acosta, coronel del ejército libertador, irónicamente citado en “La historia me absolverá”, de la autoría de Fidel Castro. Aunque comenzó a estudiar ingeniería Mecánica en la Universidad de Villanueva, en 1960 se vio forzado al exilio, junto a su familia.
Acerca del alistamiento para invasión, León reconoce que a sus 17 años, convertirse en paracaidista era romántico y que su experiencia antes de la invasión era solo un salto: “No lo piensas, te sientes tan orgulloso de ir a luchar por la libertad de tu patria que esos detalles no cuentan, no entran en la ecuación”.
Ya respecto al combate: “Los paracaidistas estábamos en el medio de la selva, yo me enteré ese mismo día, unas horas antes de saltar en Cuba, de los detalles del plan…imaginaba saltar en las montañas, para eso era el entrenamiento”.
Muchos sostienen que la invasión fracasó por la traición de la istración de Kennedy, de promesas incumplidas, de decisiones erróneas. En este sentido León ilustra: “El apoyo que yo esperaba de los EEUU era el entrenamiento en Guatemala. Al principio no sentí el abandono, el abandono vino después cuando el plan fue variando y la realidad hizo que fuera necesario…yo no pensé que fuese a ser una invasión, no esperaba una mini-Normandía, yo pensé que íbamos a ir a luchar una guerra de guerrillas, pero en ningún momento que iba a ser una operación de esa índole”.
Al terminar el idilio, perder los equipos de comunicación y caer en manos del régimen, los brigadistas fueron sometidos a maltratos impensables, pero nunca bajaron la cabeza: “Cuando nos capturan, estábamos cerca del central Australia y nos llevan a Girón, a un grupo de nosotros que éramos como 19 nos dicen: ustedes van a ser los primeros que vamos a fusilar. Inconcebiblemente tu cerebro hace algo que te prohíbe acobardarte, lo único que yo pensaba era en mis padres, mis pobres padres, como iban a sufrir. Cuando hicieron el preparen, apunten, fuego, la última palabra que pronuncié fue esa “padres”. Después se rieron, nos tiraron con balas de salva, ellos lo que estaban tratando de filmar que nos acobardábamos para poner esas imágenes en los noticieros, pero cuando se lo hicieron a varios y nadie se acobardó pararon de hacerlo, filmaron por gusto”.
Carlos León recuerda la sucesión de comandantes y jefes de la dictadura para interrogarlos: “Por ahí pasó el “gallego” Fernández, el “Ché” Guevara, que por cierto traía la cara vendada, haciendo sus preguntas”.
Ya en el cautiverio, amontonados codo a codo, como describe, se complementaron y se forjaron las mayores alianzas humanas entre los brigadistas encarcelados. “Se mantuvo el orden militar porque la comida nunca era suficiente. Te traían macarrones hervidos en un latón de 55 galones”. León subraya la importancia de la unión con sus amigos, a los que llama más que hermanos. “No puedes ocultar tus sentimientos, están ahí al aire libre y todo lo que estabas pensando era ¿Cómo puedo ayudar? Cuando tú no tienes, o muy poco que dar y no estás esperando nada en retorno, ese gesto de dar significa muchísimo más que cuando tienes de todo”.
Eso los ayudó a sobrellevar la prisión “Nadie flaqueó jamás, nadie se unió al sistema”.
Una anécdota sobre los meses de cautiverio y luego de que la tiranía había puesto precio para canjear (62 millones de dólares) por sus condenas, bien podría resumir la fidelidad entre los asaltantes y por supuesto, la valentía: “Hablando de heroísmo. Hay personas que sí son héroes para mí. A 8 de nosotros vinieron a los Estados Unidos porque se les permitió que salieran a colectar dinero para pagar nuestra sentencia. Ellos vinieron a los Estados Unidos dos veces y no pudieron conseguir el dinero. Se podían haber quedado aquí sin problema ninguno pero esas personas volvieron a la prisión a cumplir una sentencia de 30 años, en condiciones infrahumanas”.
La humildad se adueña de la persona de Carlos León Acosta. Al llegar a los EEUU, después de la liberación recuerda haber sido el primero en bajarse del primer avión: “Ellos (nuestros familiares) decían, ya llegaron, llegaron los héroes y lo primero que hice fue mirar hacia atrás para ver quiénes eran esos héroes, hubo muchos actos heroicos, pero no nos sentíamos héroes”. Insiste en el deterioro de la condición mental en que se encontraban en ese momento, tras meses de resistirse a ser quebrados.
“Jamás me he sentido un León, me sentí más bien como un cachorro, aprendiendo siempre”
El compromiso, la certeza y la Patria, se convirtieron en denominadores comunes para León Acosta, durante su primera entrevista, le preguntaron sobre sus metas y respondió de manera tajante: “Yo vine a recobrar las fuerzas para volver a ir a luchar por la libertad de Cuba”.
Y en efecto, se mantuvo activo como parte de un grupo que siguió trabajando y haciendo misiones a la isla. Reconoce que, tal vez, por sentimientos de culpabilidad de Kennedy, se les daba entonces cierta permisibilidad para operar, pero con el asesinato del presidente todo se dificultó.
Como estudiante de la Universidad de la Florida, León describe la experiencia de adaptarse a las peculiaridades del sistema educacional y los ajustes que tuvo que hacer para salir adelante. Acerca de su familia, de la cual vive orgulloso, habla de sus dos hijos (varón y hembra), de su nieta y viene otro en camino: “Empecé tarde (hace una pausa) el primero nació cuando tenía 41 años…”.
En este instante de la conversación Carlos León parece tragar en seco, como reflexionando sobre lo vivido, sonríe y resume: “Era lo suficientemente responsable para darme cuenta de lo irresponsable que era”.
Agradece por contar la historia…esa que inequívocamente merece ser contada. Esa que prefiere no decir en su totalidad a la familia para que no cause dolor, esa de un cachorro que se convirtió en León.